La fibromialgia tiene rostro de mujer

Una condición crónica que lucha por hacerse visible entre el dolor de quienes viven con ella y las descalificaciones y falta de empatía que reciben.

Tengo 37 años y vivo con fibromialgia.

La primera vez que escuché sobre esa enfermedad, no sabía de qué me estaban hablando; supe de su existencia cuando después de meses de deambular por diferentes médicos, realizarme análisis de laboratorio y gastar miles de pesos en tratamientos innecesarios, llegué a un pequeño hospital privado donde una doctora me dijo: tú tienes fibromialgia.

Ella también me dijo que algunos médicos la conocen como “la enfermedad de la mujer loca”, porque ataca principalmente a mujeres y es muy difícil de diagnosticar, por lo cual se cree que es resultado de un proceso de somatización o un desequilibrio mental.

Pasaron unos meses desde ese día para que una reumatóloga del IMSS confirmara que efectivamente tengo fibromialgia y pusiera fin a la incertidumbre de saberme enferma y no saber por qué. Antes de eso, fui diagnosticada erróneamente con lupus, artritis reumatoide, tuberculosis genitourinaria y otras enfermedades que ya no recuerdo.

La fibromialgia es una neuropatía, una enfermedad autoinmune y reumática cuyo principal síntoma es el dolor crónico, es decir: dolor constante, todo el tiempo e impredecible; generalmente viene acompañada de fatiga crónica, depresión y ansiedad; hay días en que levantarse de la cama es un triunfo, luchamos cada día, cada hora y cada minuto por no dejarnos caer y realizar todas nuestras actividades.

Nos acostumbramos a cancelar planes de último minuto y renunciamos a actividades que nos gustan cuando el dolor es intenso; en días de crisis, el dolor nos obliga a estar acostadas y a depender de los cuidados de nuestras familias, parejas u otras redes de apoyo.

Las enfermas de fibromialgia también somos personas con discapacidad, sin embargo, el Estado no nos reconoce como tales; nuestro dolor es minimizado y se nos tacha de hipocondriacas, exageradas, flojas y mentirosas. En ocasiones, nuestra propia familia nos violenta dudando de nuestro dolor, invalidando nuestro sentir y exigiéndonos más de lo que nuestro cuerpo nos permite dar.

Cómo el dolor crónico “no se ve”, la empatía de la sociedad es prácticamente nula; no podemos acceder a los elevadores en el transporte público ni a los asientos reservados aunque mantenernos en pie sea un sufrimiento constante y nuestra movilidad sea reducida; si pedimos el asiento, nos lo niegan y hasta se burlan de nosotros.

Nos sentimos constantemente juzgadas y señaladas cuando nos quejamos del dolor y podemos ver la incredulidad en los ojos de las demás personas; en nuestros espacios laborales tampoco encontramos comprensión ni empatía y en las escuelas no hay protocolos de atención a estudiantes con enfermedades crónicas discapacitantes.

Hablo en femenino porque lamentablemente, la fibromialgia tiene rostro de mujer al ser las mujeres las principales afectadas, el machismo se hace presente en la atención y tratamiento que recibimos.

“Parece que naciste cansada”, escuché a mi mamá decirme eso muchas veces cuando era niña y adolescente, cansada, quejumbrosa y ensimismada.

Me recuerdo como una niña constantemente enferma, alérgica al sol, con infecciones de vías urinarias recurrentes, siempre con calor y que aprovechaba cualquier oportunidad para mojarse la cara y la cabeza, todo el tiempo me dolía algo, siempre necesitaba dormir más y levantarme temprano era un verdadero suplicio. En ese entonces yo no sabía nada sobre enfermedades crónicas ni discapacidad, yo pensaba que era normal sentirse así.

Mi doctora me dijo que desde niña tengo fibromialgia, pero me acostumbré al dolor y me atendí solamente cuando la enfermedad ya había avanzado y los síntomas se agudizaron; eso me hace pensar en todas las niñas que viven con dolor y malestares sin saber que eso no es normal, sin saber que están enfermas y que aunque no hay cura sí se puede mejorar la calidad de vida.

Tengo pavor a las agujas, un diagnóstico de principios de fiebre reumática me llevó a ser sometida a un tratamiento basado en inyecciones, perdí la cuenta de la cantidad de veces que la aguja penetró en mi piel y de las veces que lloré pidiendo a mi mamá y papá que no me inyectaran. Siendo niña tampoco sabía que el dolor no se iría nunca, que las agujas pasarían a ser de mi familia y que la vida me presentaría dos opciones ante un diagnóstico tan oscuro: quedarme en mi cama sufriendo mi enfermedad o tomar lo positivo de mi vida y salir adelante.

Obviamente escogí la segunda.

Quienes tenemos una enfermedad crónica, estamos acostumbrados a los duelos; los vivimos día a día; duelos de lo que un día fue y ya no es, de lo que queríamos que fuera y nunca será y de todo lo que hemos perdido. 

Duelos que nos construyen, reconstruyen, golpean y fortalecen.

Todos los días pienso en todo lo que he tenido que dejar de hacer, en los zapatos y la ropa que ya no puedo usar, en las reuniones a las que no he podido ni podré asistir y en el estilo de vida al que tuve que renunciar. Todos los días pienso en lo que la fibromialgia me ha quitado y valoro todo lo que me ha dado y enseñado. 

Este texto no es un listado de lamentos y quejas, es una visibilización de lo que vivimos millones de mujeres todos los días y una pequeña catarsis que me lleva a reflexionar sobre lo mucho que he logrado, los grandes pasos que he dado y lo difícil que es vivir con una enfermedad crónica en un país donde somos invisibles.

Este es también un homenaje a mis amigas las fibromialgicas, a todas esas mujeres que sin romantizar el dolor luchan contra él, es un recordatorio de que existen muchas pacientes que no tienen acceso a tratamiento, que no cuentan con redes de apoyo y que son constantemente agredidas por sus familias incrédulas de su condición.  

Las mujeres con fibromialgia no somos flojas, no somos exageradas y no estamos locas: vivimos con dolor y merecemos ser tratadas con dignidad.

Por Itzel Hermida | Colectivo Educación Especial Hoy

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