Por Débora Montesinos
Tras 27 meses de que llegó a México, el coronavirus SARS-CoV-2 causante del COVID-19 se instaló en mi casa.
No fue invitado ni antes ni ahora y se había hecho todo lo posible para mantenerlo fuera, incluidas, en mi caso, cuatro dosis de vacunas; sin embargo, nada fue suficiente y el “bichito” se hizo presente.
Los síntomas más severos de la infección coincidieron con la declaración -tardía- de que México estaba entrando a la quinta ola de una pandemia que al cierre del miércoles tenía como cifras oficiales 5 millones 707 mil 427 contagios desde el primer caso en febrero de 2020, y 325 mil 42 muertes desde el primer deceso ocurrido el 19 de marzo de 2020.
Números que solo son una referencia y no son lo precisos que se requeriría si como país pensáramos, por ejemplo, en crear estrategias que permitieran un mejor manejo de la pospandemia -aunque la pandemia, si somos honestos, ni ha terminado ni se ha ido- o la prevención de otras.
Más allá de lo que pueda decirse, sé que el registro no es riguroso porque al menos los dos casos en casa no están contemplados ahí y esto es una situación que se multiplica: así como yo, varias amistades atraviesan la misma situación en este momento y tampoco lo han notificado a las autoridades de Salud.
O sea, tuvimos un contagio, desarrollamos la enfermedad y, con más fortuna unas y unos que otros, la estamos sorteando.
Las vacunas sí funcionan y permiten al organismo hacer frente al COVID-19 que, al menos en mi caso, no fue un paseo por la Alameda. Tal vez se acercaría más a un viaje por una de esas temibles montañas rusas en las que “sientes” que tu vida está en riesgo.
A diferencia de esos juegos, donde supuestamente todo riesgo está controlado, con el COVID-19 todo resulta incierto. Las manifestaciones de la enfermedad no son iguales en ningún caso y menos lo son en intensidad. Hay una guía general que en letras chiquitas y no legibles recuerdan que puede haber imprevistos y que casi nadie recuerda.
De hecho en mi caso, sobreviviente dos veces de cáncer y familiarizada con quimioterapias -de las que recibí 16 ciclos más otras 16 dosis de las llamadas “vacunas”, es decir, quimios inteligentes, y 55 radioterapias-, los efectos del coronavirus me parecen mucho más fuertes y poco manejables que una sesión de quimio.
En mi experiencia personal, porque aquí cada quien habla de cómo le va en la feria, la diferencia sustancial que veo es que en el caso del cáncer enfoqué mi mente para entender y aceptar los efectos que pueden tener los tratamientos. Yo los controlaba o, al menos, sentí que lo hacía y los pasé bien, en verdad muy bien.
Ahora con el COVID-19 la situación, aun supervisada por médicos, es incontrolable. Independientemente de que la he vivido como si mi mente estuviera inmersa en un sistema nuboso, no tienes ni siquiera la seguridad de que podrás controlar la fiebre por más medicamentos, baños, paños fríos y demás remedios que pongas en práctica.
Y así ocurre con otros efectos: inflamación, tos en todas sus variantes, flujo nasal, falta de apetito y una larga lista de etcéteras. No obstante, elijo verlos como una oportunidad que la vida me da para aprender a ceder el control y dejar que todo pase como deba pasar.
Es aquí donde está la mayor reflexión y el mayor reto a nivel colectivo. Hoy estamos felices con brincar al “bichito”. Seguir adelante tras el COVID-19 es, sin duda, una enorme y agradecible fortuna. Pero nos olvidamos de pensar en el después. Ya no se trata solo de seguir con vida sino saber cómo será esa vida a partir del contagio.
Las secuelas del COVID-19 son un mundo por descubrir y no tengo duda de que los hallazgos nos irán sorprendiendo porque desafortunadamente no se referirán a una mejor calidad de vida sino todo lo contrario, como queda plasmado en ‘El covid largo podría cambiar la forma de tratar la discapacidad‘ porque esta pandemia nos acerca a las personas “estándar” a entender la vida de quienes tienen alguna discapacidad