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Foto en blanco y negro. Anita de brazos cruzados sonriendo sentada con un sombrero puesto.Foto en blanco y negro. Anita de brazos cruzados sonriendo sentada con un sombrero puesto.

Anita. El testimonio de un nieto sobre la vida de su abuela, quien tuvo ELA

Por Emiliano Ruiz Parra ¿Qué se hace con las páginas de Facebook de los muertos? Se reparten los inmuebles y los muebles; se remata los trajes y los zapatos en las ventas de garaje; se tira a la basura los anteojos, las dentaduras postizas, las recetas médicas. En unos días los objetos que acompañaron a […]

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20 de junio de 2019

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Ilse Domínguez

Por Emiliano Ruiz Parra

¿Qué se hace con las páginas de Facebook de los muertos? Se reparten los inmuebles y los muebles; se remata los trajes y los zapatos en las ventas de garaje; se tira a la basura los anteojos, las dentaduras postizas, las recetas médicas. En unos días los objetos que acompañaron a una mujer se dispersan, desaparecen o se guardan en cajas. Sus perros y gatos huyen, mueren de tristeza o se resignan a la nostalgia. En la sección de “eventos”, Facebook me recordó hace unos días, el 9 de marzo, del cumpleaños de Ana Ortiz Angulo. Casi nunca escribió en su muro. No anotó el 8 de septiembre de 2008: “Hoy he muerto. Mañana me velarán a partir de las seis de la tarde”.

Al hacer apuntes para esta nota advierto que mi caligrafía se parece cada día más a la suya: intrincada, vertical, poblada de vueltas innecesarias, de guiños sin destinatario. Me doy cuenta de que mis aficiones e intereses poco a poco convergen con los suyos: el romanticismo musical, la historia de las ideas, la génesis del capitalismo y su crítica radical, la poesía modernista.

Regreso a los lugares que ella me enseñó: las zonas arqueológicas del sur de México, las catedrales barrocas, las capitales europeas a las que recurría, los puestos de quesadillas en pueblos remotos en donde cada año se celebraba su llegada porque tras de su grueso cuerpo bajaban del autobús cuarenta adolescentes hambrientos. No sé si sigo sus pasos porque ella ya trazó el camino o porque espero encontrarla en la iglesia de Santa María Tonantzintla, en la cumbre de la pirámide del Enano Adivino o acampando en una playa virgen de Oaxaca o Quintana Roo.

La menor de una familia de cuatro hermanos, Ana Ortiz Angulo siempre pidió que le dijeran Anita. Sus alumnos llamaban a su casa y pedían hablar con “la doctora”, pero cuando ella tomaba el teléfono era Anita solamente o, en casos extremos “la doctora Anita” como ocurría en los exámenes profesionales. A los siete años perdió casi todo el cabello, y los pocos que le quedaron eran delgados y blancos como antiguas telarañas, porque fue sometida a un tratamiento radioactivo para tratar una enfermedad temprana. La cabeza cana le dio a su belleza infantil –rostro afilado, pómulos salientes, ojos verdes, nariz pequeña y redondeada— un aura de niña sabia. Sus primeros recuerdos estaban asociados a su padre, un ingeniero de minas que era a la vez filósofo y místico: Vicente Ortiz Liebich fue de los primeros mexicanos que se interesó en la filosofía india y escribió tratados sobre ella. Vicente siguió a José Vasconcelos en su campaña presidencial, a tal punto que el autor de Ulises criollo fue padrino de Anita.

Conversador, nietzcheano, a la vez ateo y aficionado a la ouija, Vicente Ortiz cargaba con su hija menor y la llevaba a las minas de Durango, en donde ella pasaba días sin bañarse entre los campesinos y mineros. La muerte prematura de Vicente Ortiz, cuando Anita tenía apenas 12 años, la marcaría para siempre. “Sus alegrías nacen perturbadas porque ya no está su padre para atestiguarlas”, escribió José Luis Perdomo Orellana sobre García Márquez y la misma frase vale para Anita, que dedicaría los últimos años de su vida a escudriñar los archivos de su padre.

Apenas cumplió la mayoría de edad, Anita se fugó con el amor de su vida, José Ángel Ruiz Martínez, El Güero, peón en la hacienda de la familia Ortiz Angulo. Anita renunció a la comodidad de la vida burguesa que le ofrecía su madre y la cambió por el amor prohibido con un campesino que se había enrolado en el ejército para huir de la pobreza. Anita y El Güero se mantuvieron firmes a los intentos de soborno de Antonia Angulo, escaparon, se casaron a escondidas e iniciaron una familia. Aun cuando su madre aparentó perdonar la afrenta de su hija, nunca dejó de mirar a Güero como un ser inferior. Ese rompimiento fue un rito de paso para Anita. Su independencia material de la hacienda jalisciense le permitiría construir una autonomía intelectual y volverse marxista y revolucionaria. Pero eso ocurriría muchos años después, porque a la boda con Güerito la sucedieron seis hijos, cuatro mujeres y dos hombres, y la batalla cotidiana de alimentarlos, vestirlos, calzarlos y educarlos. Anita y Güero probaron suerte en Acapulco, vendieron café y comida, regresaron a la ciudad de México, adquirieron un pesero que Güero manejaba mientras Anita trabajaba en la biblioteca de la Facultad de Arquitectura poniendo orden a los archivos y las fotografías.

Cuando el menor de sus hijos, Vicente Ténoch, entró a la primaria, Anita ingresó a la licenciatura en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras. Tenía cuarenta años. De ahí labró una carrera académica que culminó con un doctorado en historia del arte con la investigación Definición y clasificación del arte popular, publicado por el INAH, al igual que su tesis de maestría, La pintura mexicana independiente de la academia en el siglo XIX.

La pasión secreta de Anita había sido la escritura. A los 13 años escribió una primera novela, y a los 17 su cuento, “El regreso a la tierra”, que fue premiado por un jurado compuesto por Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Francisco Monterde y Samuel Ruiz Cabañas. El premio consistió en la publicación de un volumen de cuentos, además de un poco de dinero que se le fue en comprar las obras completas de Dostoievski. Juan Rejano, editor cultural de El Nacional, le publicó sus cuentos durante años y José Mancisidor la alentó a seguir. A lo largo de su vida se publicaron en pequeños tirajes cuatro novelas y un número igual de colecciones de relatos. Entre sus novelas, mi preferida es “Amor humano, divino amor”, aunque me encanta Gumersindo Maldonado, el fracasado protagonista de “En viernes perdimos otra vez”.

A su muerte, escribí: “Alcanzó un altísimo nivel literario en sus piezas breves, como en ‘El cantero’ y ‘Justicia costeña’. Si en las novelas era capaz de construir personajes complejos, en el cuento dominaba la contundencia y la concisión, y ahí brillaba su oído de gran escritora: las voces de sus personajes consiguen esa combinación de espontaneidad y poesía que tienen, por ejemplo, los de Juan Rulfo. Quizá, si quepa alguna crítica, ésta sería la de no experimentar con la vanguardia. Dominó el arte de narrar y construyó un estilo y una propuesta literaria propia, pero se mantuvo ajena a las tendencias experimentales de la literatura”.

En su narrativa un tema constante es la distancia entre la realidad y el sueño. Sus personajes se ven frente a la oportunidad de romper con su pasado. Algunos deciden reinventarse y empezar de nuevo, como el monje agustino de “Amor humano, divino amor”, mientras que otros sólo se permiten una vida paralela en la imaginación, como el loser Gumersindo Maldonado. Anita siempre creyó que había una segunda oportunidad para la humanidad y vio en Marx el sustento científico para ella. Sus hijos la recuerdan en 1968, cuando manejaba un Opel y en los semáforos en rojo los mandaba a repartir volantes a favor del movimiento estudiantil. Su obra teórica sobre el arte popular y sus ensayos didácticos, que van de la arquitectura prehispánica al liberalismo, se rigen por el análisis de clase y de los cambios impelidos por las masas.

Fue profesora universitaria cerca de 40 años –hasta que la enfermedad la retiró de las aulas— y obtuvo el premio Universidad Nacional por las prácticas de campo que organizó al sur de México, que le permitieron a miles de alumnos conocer el arte indígena y colonial. Anita no sólo les enseñó a apreciar las fachadas y los altares barrocos, sino a viajar y convivir en grupo. A veces era un solo autobús, a veces eran dos autobuses: de cuarenta a ochenta muchachos adolescentes que descubrían su país a través de las palabras de Ana Ortiz Angulo; aprendían a acampar, a organizarse en grupos para hacer de comer o lavar los platos. A los más responsables Anita les encargaba a sus nietos y ella se desentendía de esa otra prole de cinco o siete escuincles con los que arriaba en cada viaje. Anita hacía unas 15 excursiones al año además de unas 10 o 15 salidas de un solo día a lugares alrededor de la capital, como Malinalco o Cacaxtla. “El que quiera oír la explicación, la doy arriba de la pirámide”, advertía.

Durante años fumó todo el día. A veces también a lo largo de la noche, porque le gustaba amanecer jugando dominó con Güero, sus alumnos, yernos y nueras. Su marido sintió nostalgia por la tierra y regresó a Etzatlán a sembrar maíz. Anita entonces vivió con un hombre 40 años menor que ella, para escándalo de las buenas conciencias de la familia. Su último gran hallazgo fue una decena de cajas con la correspondencia de sus abuelos, tíos y su padre, Vicente Ortiz Liebich. Anita sistematizó las cartas, las transcribió y las anotó de manera que contaran la historia de Campo Morado, una próspera mina en Guerrero.

Anita vio a su hijo menor, Vicente Ténoch Ruiz Ortiz, enfermar de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) antes de cumplir los cuarenta años. El tipo de ELA que afectó a Vicente Ténoch fue mucho más severa a la que vivió Stephen Hawking, el célebre físico que sobrevivió décadas a la rara dolencia. La ELA respeta el intelecto pero apaga los músculos. El cuerpo se va volviendo flácido y torpe hasta quedar inmóvil, sin poder hablar ni comer, sin fuerzas más que para parpadear o llorar: una celda de castigo para una mente en vuelo. A la muerte de Vicente Ténoch, Anita desarrolló también ELA. Su elocuencia se transformó en mudez, sus suelas de viento –diría Verlaine— se convirtieron en cadenas. Tanto disfrutaba comer y su comida debía licuarse; tanto quería escribir pero su fuerza apenas le alcanzaba para unos teclazos; tenía tanto aún por decir pero sólo emitía murmullos.

Cito otra parte del texto que escribí a su muerte: “Ana Ortiz Angulo le robó a la escritura miles de horas. Se los quitó para regalarlos a sus hijos, a sus alumnos y a sus nietos, que nunca fuimos conscientes de que éramos los beneficiarios de un despojo. Hizo felices al Güero, a sus seis hijos, 16 nietos, seis bisnietos y a miles de alumnos. Su vocación literaria la prueba la escritura de su primera novela a los 13 años y los cuentos que escribió días antes de morir, a los 79. No dejó de escribir nunca. Le interesaba publicar y ser leída, pero prefería dedicar los escasos minutos libres al nuevo cuento, a la próxima novela. Virginia Woolf decía que las mujeres, para profesionalizarse como escritoras, necesitaban un cuarto propio. Sus nietos invadimos ese cuarto una y otra vez. Necesitaba silencio y nosotros la llenábamos de ruido, de exigencias mundanas. No nos hacía saber que era escritora hasta que nos sorprendía con un nuevo libro, como si escribir fuera distracción en el tiempo libre. Anita fue, además, profesora, marxista, militante, historiadora. Su legado humano lo conservamos sus hijos, nietos y amigos. Su legado literario está al alcance de los lectores”.

*Emiliano Ruiz Parra originalmente escribió “Anita” y lo publicó en su blog. Reproducimos este texto con permiso del autor, quien es periodista y escritor. Algunos de sus libros los puedes ver aquí: http://www.oceano.mx/autores/ruiz-parra-emiliano-3124.aspx

Lo puedes seguir en su cuenta de Twitter @eruizparra y la de Facebook https://www.facebook.com/profile.php?id=100010241474387