En marzo del 79, en un pueblo al norte de Chiapas más cercano al olvido que al progreso, lejos de aquí, de allá y de todos lados, nació un bebé, sus pies eran como ganchitos, sus piernitas venían pegadas al abdomen en posición fetal, y el médico que atendió el parto en el cuarto porque no había hospitales pidió mantener una pesada almohada para separarlas o estirarlas. “Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡vive, vive, vive! Era la muerte”, dice un poema del gran Jaime Sabines, también chiapaneco y a quien convertí en mi autor favorito.
Allá en el pueblo mi madre, padre y hermanos me pusieron en una cajita de madera, de esas donde vienen los tomates y verduras, -yo lo sé por fotos-. Allá y para ellos era un hijo más de los nueve que tuvieron mis padres y de los seis que quedamos. Nunca hubo mayor diferencia ni trato distinto, es cierto que en cosas físicas no se me exigía lo mismo, pero además de ello, siempre fui un hijo, un hermano más, un chiquito más correteando por las calles del pueblo sin mayor espanto.
Un médico del pueblo le dijo a mis padres años después que ese niño tenía “síndrome de Marfan”, que no había de qué preocuparse, que al cabo de años debían revisar el corazón, y por supuesto que no había cura. Mis padres lo asumieron como cualquier cosa, en aquel pueblo donde era más fácil morirse que atenderse en la ciudad, ni mis padres tenían ni habían las oportunidades de atención médica especializada. Así, los años pasaron, caminé a los cuatro o cinco años con ayuda de pequeñas muletas, fui al kínder, a la primaria y empecé la secundaría.
A eso de los 14 un escalofrío empezó a recorrer la espalda y hubo un ardor de las manos frecuente, total que de mayo a julio perdí la movilidad y dejé de caminar; sólo fui un día a la secundaría para el segundo grado, era imposible sostenerme, abandoné la escuela y 14 años de un tipo de vida que no fue nunca más.
Al paso de los años, con las computadoras y el internet, pude investigar que el síndrome de Marfan, como todo síndrome, es un conjunto de síntomas o características que coinciden y pueden estar presentes o no en su totalidad. En este caso, el principal es la afectación del tejido conectivo, que es el que mantiene unido nuestros órganos, músculos, los vasos sanguíneos y la piel; por ello, es común el desprendimiento de retina, la hiperflexibilidad de huesos, la piel elástica y fina, además de sensibilidad en muchas zonas del cuerpo.
En mi caso, y raro dentro de lo raro, mi piel no estiró suficiente en la etapa de gestación y por ello provocó malformaciones, y sobre todo, hizo que mi columna se comprimiera hasta generar una cifosis y escoliosis importantes, hay que cuidar al corazón como le dijeron a mis padres, porque un aneurisma es una característica del síndrome y cualquier día te da un infarto. Otras características comunes es el desprendimiento de retina y que las personas son altas, de extremidades largas, de aspecto y rostro esquelético; casi siempre el exceso de altura les genera inconvenientes.
A mí particularmente, la malformación de columna me hizo perder toda movilidad de piernas, dorso y abrir las manos; por último, los dedos largos y huesudos generan una condición llamada “aracnodactilia” o “mano arácnida”; la misma que hoy poseo y que me ha permitido escribir con mi dedo índice derecho letra por letra en un teclado de pc o celular miles de páginas a lo largo de mi vida.
Esos mismos dedos y manos largas que me han permitido comunicar en letras ideas y necesidades, desde apretar un botón hasta manejar una silla motorizada, son los mismos que permitieron que el gran Niccolo Paganini (1782-1840) pudiera por su talento ser considerado el mejor violinista de la historia; pero para poder alcanzar las notas tan extremas, difíciles y a veces imposible para los demás al tocar el violín se necesitaba más que talento, eso es, manos con dedos muy largos.
Fue tan inexplicable su capacidad artística que sumado a una apariencia esquelética se dice que la gente creía que tenía algún pacto con el diablo, de ahí su sobrenombre: “El violinista del diablo”.
Mitos aparte, Paganini logró lo que muchas personas con discapacidad deberíamos lograr, convertir un defecto en una virtud, un talento o una plusvalía. Al cabo de años de experiencia desde una silla de ruedas logré comprender que mi discapacidad o condición era sólo un escenario de la diversidad humana y que es necesario construir la vida sobre ella y no a pesar de ella. Mi virtud por supuesto es distinta y he creído siempre que se apoya en la inteligencia o conocimiento, las habilidades sociales y, sobre todo, en un sólido autoconcepto.
Al igual que Paganini, se ha mencionado que otros personajes de la historia han tenido el síndrome de Marfan, el primer referido es el Faraón Akhenaton, Nicolás II, el último zar de Rusia, Michael Phelps, y por supuesto que nadie dudaría por su aspecto esquelético y cadavérico del gran Abraham Lincoln, (1809-1865) decimosexto presidente de los Estados Unidos de América, todos con destacado talento. Todos ellos vienen a ser mis tíos o primos lejanos, pues este síndrome, se hereda de manera autosómica dominante y casi siempre proviene de algún familiar con antecedentes en algún punto de la genealogía; por último, recibe su nombre en honor al pediatra francés Antoine Marfan, quien describió la condición en 1896.
Por Rosemberg Román | #IncluirEsTransformar
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