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“Se puede controlar”, me dijeron al fin… y así lo vivo.

Adriana Pineda, “La Mala”, nos ofrece un testimonio valiente en primera persona de lo que es para ella vivir con trastorno límite de la personalidad y alimenticio. Se trata de una condición de salud mental que requiere acompañamiento y de la que debemos de hablar mucho más.

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28 de septiembre de 2023

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Adriana Pineda "La Mala"

Desde niña no he tenido un periodo de calma en mi vida que no implique luchar contra mí misma y la violencia que se expande dentro de mí. Con el paso de los años he logrado habitar mi cuerpo junto con lo que hoy llaman neurodivergencias, pero que yo siempre llamé locura. En ambos brazos llevo trazadas finas líneas que recuerdan las guerras ganadas o perdidas, depende del momento en el que me relacione con la vida.

Tenía siete años cuando mi pequeño cuerpo necesito comenzar a hacerse daño. Las emociones desde ahí no han parado de desbordarse. Pasé de los golpes, a los rasguños. 

Viví la adolescencia cuando el fenómeno “emo» invadió más allá de la Glorieta de los Insurgentes. Mis amigos con la misma pena que yo me enseñaron a callar la angustia (otras opciones son desconsuelo, tormento, suplicio, tortura) que sentía dentro usando el dolor físico. Así comencé haciéndome pequeños cortes que terminaron siendo una necesidad frente a lo que el mar de dolores e incomprensión arrasaba dentro de mí. 

Luego estuvo la cultura de las dietas, una madre que siempre condicionó su cariño a mi talla llevó a que, iniciando la universidad, los cortes se convirtieran en una inanición elegida. Deje de comer porque quería ver mi muerte, pero también porque quería dejar de sentir.

Después de una crisis severa llegue a urgencias del primer hospital psiquiátrico público que encontraron en internet. Llegué vacía de lágrimas, con la vida sobre mi espalda, pero fuera de mis entrañas. En un pequeño cuarto amarillo sin reloj varios doctores revisaron mi cuerpo que apenas sentía por el hambre de días. Atendieron el intento de suicidio para descubrir que era síntoma de lo que en realidad me sucedía.

Entre la entrada y salida de doctores hubo silencios y odio, pero también una necesidad enorme interna de pedir ayuda. Después de varias horas llegaron con un diagnóstico:

Paciente femenina. 18 años. 70 kilos.

Trastorno límite de la personalidad (TLP) y trastorno alimenticio no especificado N.4 (TANE4)

Miré la letra de la doctora y sonreí. El desbordamiento de mi ser al fin tenía un nombre. No entendía lo que significaba, pero estaba escrito en un manual, era un “trastorno”, lo que fuera que eso significara. Había locura, pero tenía nombre. Confirmado: estaba loca, sí, pero no era la única. Si había un trastorno descrito era porque había más personas como yo en el mundo.

La alegría duró poco. La pregunta obligada era: “¿se cura?” Pensé que ese “trastorno” podría ser como el cáncer, una enfermedad que estaba destinada a la muerte, pero también que tal vez podría ser curable. Esperé la respuesta de la doctora con un hoyo en el estómago esperando la sentencia de lo que apenas había descubierto que tenía, pero que me había acompañado durante casi toda mi vida. “Se puede controlar», dijo tranquila y yo sentí que el mundo se venía abajo.

Control. No tengo un control, mi vida entera se ha tratado de impulsividades y desbordamientos. No hay una estructura que me contenga, una mente que me conserve entera. Soy funcional, sí, pero con un costo desmedido que la intimidad paga.

 “__¿Qué voy a poder controlar yo que me castigo por comer?”

Después del diagnóstico vino el tratamiento. Me semi internaron y me asignaron al piso dos donde trataban a las y los pacientes con trastornos alimenticios. “Necesitamos que comas para poder trabajar el trastorno después«, dijeron tras la primera cita a mi madre. La única a la que me acompañó alguien de mi familia. Las demás siempre fui sola usando la poca vida aferrada en mi carne que buscaba sobrevivir.

Volver a comer ha sido una de las decisiones más importantes de mi vida. Llenar mi cuerpo de gasolina para existir fue lo contrario que había hecho toda mi vida al intentar apagar el incendio emocional. Al decidir comer elegí conscientemente sentir y puse mi fe en que me ayudarían a controlar lo que durante más de 10 años había intentado callar.

La recuperación fue larga y cansada. Las pastillas del diario me mantuvieron sedada, pero viva. Confié en el proceso o tal vez descansé pensando que ya no podría hacer más nada de mi parte y que ellos podrían hacer lo que quisieran con mi cuerpo. Fue doloroso, pero también necesario. Tal vez lo único que cambiaría de aquellos meses sería no haber tenido que pasar por ello sola.

Antes de escribir esto pensé en la romantización de mi proceso. Hablar de esta etapa de mi vida como un logro del que puedes dar una plática motivacional, pero lo cierto es que la mayor parte de la vida sobreviví a mi misma y a un mundo que no me entendía y minimizó mi sentir. Sobreviví a una familia y a una sociedad que me dejaron vivir el dolor en soledad, que presenciaron mi destrucción y creyeron que el ‘error’ era yo y que no había nada que hacer.

No hay resolución final, no hay siquiera final. Después de ese hospital en el que me internaron hace 10 años, l__as batallas han cambiado

El pensamiento de muerte y destrucción es latente. A veces murmura tan bajo que no logro oírlo ni pensarlo, sin embargo, hay veces en que parece gritar desde todas las ventanas de mi cuerpo. El desborde emocional se ha mantenido y he aprendido a abrazarlo. Mis sentimientos también están llenos de empatía, lo que me ha permitido amar a manos llenas y acompañar a las personas que amo. También hay momentos oscuros en los cuales mi mente parece atravesar por una bruma inacabable que se revuelve con mis responsabilidades.

Pero lo más difícil no ha sido la guerra interna sino la soledad de quien no entiende o quiere entender la cabeza que atraviesa por otros códigos y valores, la sensibilidad de quién no mide grises entre lo blanco y lo negro. Amar, querer, la exposición frente al otro que minimiza el sentimiento y el abandono. He sido yo la que me he tenido que adaptar al mundo después de resignarme a que el mundo no me comprende. Y eso cansa y desgasta, desilusiona y lastima.

Termino de escribir esto pensando en mi crecimiento y me miro orgullosa. No siento vergüenza de lo que he contado ni de lo que he vivido. Viví mi proceso en soledad y quisiera que al menos en el universo de palabras y escritos esté un testimonio que llegue a alguien que pueda necesitarlo. Pero también lo hago como un llamado de atención a poner en un punto central la discusión sobre la salud mental.

La pulsión de muerte en un trastorno como el limítrofe de la personalidad no siempre termina en vida. Lamentablemente son muchos los que pierden la vida en ese camino por “aprender a controlar». Y si bien puede haber una intención de hacerlo también hay una responsabilidad social e institucional de procurar mecanismos y herramientas que permitan el acceso a la salud mental y de construir una cultura social que no radique en la exclusión de la diferencia sino en la inclusión y la deconstrucción de lo que mal llamamos “normalidad”.   

¿Sabías que?

Según la Clínica Mayo, el trastorno límite de la personalidad impacta la forma en que piensas y sientes acerca de tí  mismo y los demás, lo que provoca retos para manejar emociones y el comportamiento. Se suele tener un temor profundo al abandono o la inestabilidad y se puede tener dificultad en tolerar estar solo o sola. 

Hay diversos trastornos alimenticios que son condiciones que afectan la salud física y mental. Estas afecciones incluyen problemas en la forma de pensar sobre la comida, alimentación, peso y figura, así como en comportamientos alimentarios. Los más frecuentes son la anorexia, la bulimia y el trastorno alimentario compulsivo. Con un tratamiento adecuado se pueden tener hábitos alimentarios más saludables y aprender formas más sanas de pensar sobre la comida y el cuerpo; también se puede revertir o reducir los problemas causados por el trastorno alimentario.

Si vives con alguna condición de salud mental y necesitas apoyo, en el Consejo Ciudadano de la CDMX cuentan con el programa DISI a la Vida, que a través de la Línea de Seguridad o Chat de Confianza, 55 5533 5533, ofrece Primeros Auxilios Psicológicos gratuitos, 24/7 y a cualquier parte del país, y de ser necesario terapia en hasta 12 sesiones.

*Adriana es socióloga de formación; conduce de lunes a viernes a las 11:30 horas “Aquí en Confianza” que se transmite en www.diariodeconfianza.mx. La puedes seguir en Twitter.

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