El siguiente paso es la vida adulta y estoy aterrada

Para lidiar con el miedo, trabajo todos los días, con mi hijo, pero también en Yo También por hacer realidad una visión de futuro en clave de derechos humanos para las personas con discapacidad.

Desde que en 2006 nació mi hijo Alan, quien tiene síndrome de Down, tras los primeros encuentros que tuve con familias y la primera vuelta a Congresos y cursos internacionales que me aventé en el primer año de su vida, una cosa me quedó clara: había que trabajar con él, desde ese mismo momento, con la mirada puesta en volverlo lo más independiente posible. Ese era el más importante reto y ha sido el foco de su educación y de la dinámica de la casa. 

Para ello he tratado de controlar mis impulsos de sobreprotección lo más posible. Sé que caer en el canto de sirenas del consentimiento y de no enfrentarlo con el mundo -si bien poco a poco- en lugar de apoyarlo, lo limita. 

Se dice muy fácil; es difícil de hacer. 

No es sólo por la cultura en que crecí, donde aprendí que parte de la maternidad es consentir. No sobreproteger también es una forma de apartarte y saber que es muy posible que lo discriminen, aparten, lastimen… pero que tiene que aprender a enfrentarlo.  Que estás detrás de él siempre, pero que no puedes vivir la vida por él. 

No sobreproteger es recordarte de manera constante por qué lo haces: para que, ojalá, desarrolle las armas suficientes para valerse lo más posible en el mundo para cuando tú no estés. Es decir, una acción tan ‘sencilla’ como esa constantemente también te confronta con tu mortalidad. 

Algunas veces lo he hecho bien, pero seguro que también muchas veces mal. Alguna vez escuché que, cuando nace un hijo o hija, hay que abrir dos cuentas de banco para ahorrar:  una para sus estudios y otra para el psicólogo o psicóloga porque seguro la vas a regar aunque no quieras.

Hemos tenido mucha suerte porque oportunidades escolares de inclusión y terapias no le han faltado. Sé que somos privilegiados.

Ha cursado kínder, primaria y este año termina secundaria en modelos más inclusivos que segregados. Eso le ha abierto muchas experiencias (también a los niños, niñas y jóvenes que no tienen discapacidad de convivir con él y sus compañeros y compañeras). 

Algo que también funciona mucho a favor es su personalidad, algo que es sólo suyo. A diferencia de su madre quien de niña y joven era muy tímida y una nerdaza consumada, Alan es un chavo muy sociable, adaptable, sonriente, bailador. Es un excelente compañero de viaje y una persona con muchas curiosidades. También es un necio consumado, pero bueno, quiero verlo como que es una persona muy determinada y con opiniones muy claras de lo que quiere.

He escuchado a muchas madres decir que, cuando los y las hijas crecen les necesitan menos. No es mi experiencia.

Los retos son cada vez mayores: ya no es tan sencillo como hacer la tarea, organizar una fiestecita o ir a otra, invitar a un amigo o amiga a comer.

El tiempo ha volado: Alan es ya un joven de 16 años; en agosto de este año cumplirá 17. Este año termina secundaria y recibirá el diploma académico más alto que tendrá en su vida. Aunque cursará preparatoria ya no hay reconocimiento de la UNAM para el modelo de su educación. El diploma es lo de menos, el hecho es que le quedan tres años de escuela. ¿Y luego?

Sí, hay universidades (casi todas privadas) que tienen opciones para seguir educando para la vida a jóvenes con discapacidad intelectual. Aún no estoy convencida de que siga por ese camino, aunque no lo descarto. 

Lo cierto es que hay que comenzar a pensar ya en algún oficio, una preparación para el trabajo, para más responsabilidades, para que viva solo o con amigos y una suerte de facilitador en un departamento al menos varios días a la semana. No mañana, pero ese es el siguiente paso.

La vida adulta está a la vuelta de la esquina y yo, para ser sincera, estoy aterrada. 

¿Cómo lidio con mi miedo? Trabajando todos los días, como lo hago conmigo misma: un día a la vez. 

Trabajo con él, pero también aquí en Yo También por el mismo objetivo sobre todo en la parte de incidencia legislativa y política junto con otras organizaciones que compartimos visión de futuro en clave de derechos humanos. El otro día me compré una playera en Adidas que me encantó. Dice: “El cambio es un deporte colectivo”. Lo creo y lo he vivido.

Por ejemplo, por estos días se discute una iniciativa de ley en el Congreso de la Ciudad de México que propuso un colectivo en el que participamos, Decidir es mi Derecho. Esta iniciativa es fruto de la lucha de muchas generaciones: de ser aprobada se reconocerá la capacidad jurídica de todas las personas. Eso beneficiará a muchas personas con discapacidad, Alan incluido para que no tenga que declararlo en estado de interdicción cuando, en menos de dos años, cumpla la mayoría de edad. 

Si se cambia una ley, esto hace que los cambios sociales se aceleren: las leyes son nuestro reflejo como sociedad. Si bien el cambio no se da nunca a la velocidad que una desearía, sin la ley no sería obligatorio y tampoco podríamos exigir que se cumpla. 

Por eso, entre otras cosas, me levanto todos los días a trabajar aquí. Para y con Alan.

Por Katia D’Artigues

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