Ser abuela de Alan es mi privilegio

Su nacimiento será la lección de vida más grande que podré tener y lo primero que he aprendido es la aceptación, además del amor inconmensurable.

Hacía muchos años que yo deseaba con todo mi corazón ser abuela; mi sueño era ser una gran abuela, vital, alegre y amorosa, así como yo no tuve una, ni mis hijas tampoco… y asimismo se los expresaba a Katia y a Mayra, mis hijas, quienes se sonreían y me decían que ya tenía muchos nietos, refiriéndose a mis alumnitos del colegio que fundé en Puebla años atrás.

Sorpresivamente, en febrero de 2006 Katia me anunció que iba a ser madre, y madre soltera por elección. Mi alegría fue inmensa y a partir de ese momento me preparé mental y emocionalmente para ser “esa abuela” que yo había soñado ser. 

El bebé, que posteriormente supimos era hombrecito, estaba anunciado para nacer a principios de septiembre. También el hecho de que fuera niño coronó mis sueños: nunca tuve un hijo varón y sencillamente se me derretía el corazón con los hombrecitos, tanto así que mis hijas comentaban que, si yo hubiese tenido un hijo, ellas no hubieran contado en mi vida, ¡lo que creo hubiera sido cierto!

Alan, mi nieto, decidió hacer su primera aparición en este mundo el 12 de agosto de 2006 a las 12:20 hrs. Fue un parto maravilloso, sin complicación alguna; el trabajo de Katia, lindo y responsable. Yo estuve con ella todo el tiempo, sólo asomándome a ver el avance del bebé.

Cuando nació Alan y lo recibió su pediatra me moví hacía esa área. Al verlo de frente sentí que un rayo me partía el alma por en medio: sus ojitos me dijeron que era un niño con síndrome de Down.  Me invitaron a que le cortara el cordón umbilical y fui la primera en sostenerlo en brazos.

En cuanto estuvo ya revisado y limpiecito, se lo dieron a Katia, quien era la imagen viva de la felicidad: lo acarició, lo besó, le mostró todo su amor… era mi adorada hija expresando su amor a su primer hijito, deseado y esperado con intensidad desde el momento que supo que lo había concebido.

Pero ¿qué fue lo que pasó por mi mente, mi corazón y mi alma en este momento trascendental?

Primero la no aceptación, la negación, el dolor, la rebeldía ante este hecho de vida… a tal grado, que casi sentía rechazo por el bebé, por Alan mi esperado y adorado nieto. No quería ver su carita, me dolía -con dolor físico- el corazón al verlo. Pero lo que más me dolía, era mi hija, mi Katia, la pequeña mamita que se estrenaba con un hijo diferente. Ella, que con tanta valentía y decisión había aceptado ser madre soltera, ahora enfrentaba esa maternidad tan difícil.

Después, una veloz película de mi vida cruzó por mi mente, haciendo recuento de tantas cosas por las que tenía que vivir y, sobre todo, resarcir. En ese instante supe el sentido de vida que me acababa de ser presentado, que acepte con toda mi alma -aunque desgarrada en ese momento- tratando de hacer cuenta de cuántos años de vida me quedarían, para imaginar hasta qué edad estaría yo junto a Alan, ya que deseaba ser la colaboradora de Katia en su desarrollo.

Pasaron 24 horas, mismas que yo estuve junto a Katia en el hospital, sin poder -ni querer- decirle nada. Viviéndolo sólo para mí internamente. Hasta que llegó el pediatra en jefe el domingo por la mañana y le dio la noticia a Katia: tenía un hijito con síndrome de Down.  Sorprendida y conmocionada, sin tener aún conciencia de lo que estaba sucediendo, le dijo a Alan, a quien sostenía en brazos: “aunque tuvieras tres ojos, te vamos a amar mucho, siempre…”

Y de Katia fue quien aprendí lo que es la aceptación vital. Unas semanas después del nacimiento, escribió una carta a sus amistades y conocidos, informándoles del nacimiento de Alan, y que tenía síndrome de Down, diciéndoles:

 …” yo creo en Alan. En que hará lo que quiera hacer, así de fácil. Igual nos tomará un poco o un mucho más de tiempo, pero estoy dispuesta a dar, junto a él, esa y muchas guerras. Yo no lo limito, ni lo veo diferente: él es él y punto. Es diferente a los demás niños, pero también no hay niño que se parezca a otro ni ninguno que llegue exento de alguna problemática. Él tiene ‘síndrome de Down’, bueno, también podría tener los pies chuecos, qué se yo. Lo único que me resta es poner mi corazón en amarlo y dedicarme con ahínco en la tarea de ayudarlo a desarrollarse. 

Sin duda que aprenderé muchas cosas de Alan. Aprenderé sobre paciencia y disciplina; aprenderé a sortear y enfrentar a parte de la sociedad que aún malmira a los niños y a las personas con algún tipo de discapacidad. Aprenderé cosas que ni siquiera sé que voy a aprender. Él será, ya es, mi maestro…” 

Decidí mudarme a la Ciudad de México, para estar junto a Alan y Katia, y han pasado ya diecisiete años. Durante este tiempo he descubierto muchos de los “para qués” llegó Alan a nuestras vidas:

Para Katia ha sido un milagro. Sé que Alan llegó a su vida para sanarla, para que, a través de vivir para él, ella encontrara también su sentido: Alan es su motivo para vivir y su gran maestro, como ella misma lo menciona.

En estos años, el derrotero profesional de Katia ha tenido un vuelco: se ha convertido en una aguerrida defensora de los derechos de las personas con discapacidad y una líder de opinión que informa sobre discapacidades a este mundo tan poco informado y discriminante.

Y para mí, especialmente, fue para enseñarme que hay perfección, bondad, amor, pureza, vida y derecho a ser feliz en la aparente imperfección. Creo que será la lección de vida más grande que podré tener; es lo más fuerte que se me ha presentado, especialmente como enseñanza a mi ser controlador y perfeccionista.

He aprendido, con mi nieto, que lo más importante es la aceptación. Así es Alan, y no lo cambiaríamos por nadie: es un chico muy inteligente, simpático, cariñoso, cantador, bailador y muy feliz; también le gustan mucho el fútbol, el básquetbol y la natación. ¿Qué no se le facilita el habla, la escritura y la lectura? Es un hecho, y en eso nos esforzamos en ayudarlo, tratando de hacerlo un ser libre e independiente.

Mi aportación ha sido impartir talleres para abuelas y abuelos de niñas y niños con síndrome de Down, aprovechando mis habilidades y experiencia como profesora de desarrollo humano. Es un gusto compartirme con mis coetáneos y ayudarles a que encuentren luz y sentido en sus vidas: piezas clave para toda familia, especialmente cuando se tiene una persona con discapacidad.

El amor que siento por Alan es inconmensurable. Su presencia en mi vida ha desbordado en mí un amor que no sabía que existiera y menos que yo fuera capaz de profesar.

Su desarrollo y logros -que los tiene y mucho- son mi gozo más profundo y el premio a la vida.

*Gloria es maestra: de inglés primero y de desarrollo humano ahora. También es astróloga. Imparte y participa en diversos cursos con personas mayores, como ella. Ama las plantas y tiene buena mano. Es abuela de otra nieta sin discapacidad: Ana Karen.
Este texto fue escrito en el 2019 para un curso y luego publicado en “Las maravillas del Cromosoma 21, 47 historias de vida”, de la Red Down México. Este libro se puede comprar en Amazon y es, también, un libro con causa: parte de sus ganancias contribuyen a financiar esta comunidad de apoyo médico, terapéutico y familiar a personas con síndrome de Down. La encuentras en Instagram en Facebook
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