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Dr. LejeuneDr. Lejeune

El insólito atuendo del Dr. Lejeune

Una médica argentina nos cuenta detalles personales de cuando trabajó en París con el médico que descubrió en 1960 que las personas con síndrome de Down tienen un cromosoma extra en el par 21.

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21 de marzo de 2023

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Redacción Yo También

Mi primer encuentro con Jérôme Lejeune, en persona, pero de lejos, fue en el 4° Congreso Internacional de Genética Humana celebrado en París entre el 6 y el 11 de septiembre de 1971. Por entonces su nombre ya era parte de la historia de la medicina desde su trascendente descubrimiento (con Marthe Gautier y Raymond Turpin) en el año 1959. 

En aquella reunión internacional hicieron su presentación las técnicas de bandeo cromosómico, preanunciadas poco antes por los trabajos de Caspersson con la tinción con quinacridonas. Era la ocasión propicia para que la nomenclatura cromosómica humana, que por primera vez se había consensuado en Denver en 1960, y que posteriormente se había actualizado en Londres en 1963 y en Chicago en 1966, adquiriera mayor precisión. 

Era la época en que hacía mis primeras armas como joven genetista médica y tenía la oportunidad de acercarme a las celebridades de la especialidad.

Pero recién en 1981 concreté mi deseo de realizar una visita formal al protagonista de mi relato, en el Servicio de Citogenética del Hôpital Necker Enfants-Malades de París. En mis tiempos de estudiante de medicina en la Universidad de Buenos Aires, a fines de los años 50 y principios de los 60, ya se sabía que los cromosomas humanos eran 46, tal como acababan de demostrar Tjio y Levan en 1956, y no 48 como se sostenía hasta entonces. 

Los dificultosos estudios citogenéticos se realizaban, por entonces, con infinita paciencia y demasiada imaginación. En estos menesteres eran expertos especialmente los citogenetistas dedicados a los vegetales que habían comenzado la cruzada mucho antes que nosotros, los dedicados a la genética humana.

Los 46 cromosomas del cariotipo humano se organizan en 23 pares de «homólogos». Cuando en un determinado par se agrega un cromosoma extra, de modo que el cariotipo del individuo termina teniendo 47 cromosomas en lugar de 46, hablamos de «trisomía» del par involucrado. La noticia del descubrimiento de la trisomía del cromosoma 21, asociada al síndrome de Down (mal llamado «mongolismo»), revolucionó al mundo de la genética médica en el año 1959. 

Un puñado de investigadores venía persiguiendo el anhelado objetivo, pero el honor le cupo a Jérôme Lejeune, Marthe Gautier y Raymond Turpin. Este trascendental hallazgo no sólo significaba el descubrimiento de la causa de la anomalía cromosómica más frecuente en la especie humana, sino también el comienzo de una etapa de esplendor en la descripción de otras alteraciones cromosómicas relacionadas con síndromes genéticos. 

En 1960, Edwards describiría la trisomía del par 18, responsable del síndrome clínico que lleva su nombre. Los niños que tienen síndrome de Edwards presentan bajo peso de nacimiento, microcefalia, facies peculiar, cardiopatía, nefropatía y grave compromiso del sistema nervioso central, entre otras malformaciones. Excepcionalmente el recién nacido sobrevive más de algunas semanas.

Ese mismo año, y en el mismo número de Lancet, Patau anunciaba el descubrimiento de la trisomía del par 137

En este caso, el síndrome clínico asociado, que también lleva el nombre de su descubridor, se caracteriza por malformaciones múltiples y gran compromiso del sistema nervioso central, que condiciona un severo retraso madurativo en los niños que sobreviven. 

Al igual que en los afectados con trisomía 18, estos niños mueren frecuentemente en las primeras semanas o meses de vida. Al nacimiento presentan: bajo peso, microcefalia, facies peculiar con fisura labio-palatina, aplasia epidérmica en el vertex del cráneo, cardiopatía, compromiso renal y polidactilia, entre otros defectos. 

Tanto la trisomía del par 18 como la del par 13 son hallazgos muy frecuentes en material de abortos espontáneos, lo que habla de la selección negativa de que son objeto los embriones afectados.

El año anterior, Jacobs por un lado y Ford por el otro, habían descrito, respectivamente, las anomalías cromosómicas sexuales responsables de los síndromes de Klinefelter (trisomía de par sexual 47,XXY) y de Turner (monosomía del par sexual 45,X; esto es un cromosoma menos en lugar de uno de más) que determinan cuadros clínicos de mucha menor gravedad que los mencionados antes, pero que condicionan esterilidad en quienes los padecen, ya que afectan de manera preponderante el desarrollo sexual.

Imagen propiedad de: Gamma-Rapho, via Getty Images

Por aquella época se vivía un periodo glorioso del despertar de la genética médica y de la citogenética aplicada a la medicina, en la cual Lejeune constituía una figura central.

¿Cómo no iba a anhelar, una joven médica argentina un encuentro con tan ilustre personaje? Llegué al hospital puntualmente a la hora convenida, sin sospechar la amabilidad y dedicación con que mi anfitrión me iba a recibir. 

Por aquella época todo genetista contaba, indefectiblemente, con un laboratorio de citogenética anexado a su consultorio, en el que realizaba los estudios de sus pacientes. Lejeune no era la excepción y nuestro diálogo comenzó en el ámbito del laboratorio. 

En realidad se trataba de un monólogo en el que, con mi precario francés, me esforzaba por entender las explicaciones relativas a ciertas imágenes que me mostraba al microscopio. No eran preparaciones de las habituales y me llevó algún tiempo comprender que se trataba de cromosomas tratados con técnicas diferentes y observadas con un extraño microscopio de empleo en metalografía. Creo que Lejeune pronto abandonó sus intentos con este tipo de metodología.

La segunda parte de nuestro encuentro transcurrió en el consultorio del hospital. Una buena cantidad de pacientes aguardaba la llegada del médico. Me invitó a compartir la tarea de revisar a los pequeños, todos con síndrome de Down, y conversar con sus padres. 

Lo primero que hizo, ante mi desconcierto, fue descolgar de un viejo perchero una especie de delantal de cocina (o de carnicero), con pechera, de color blanco, de esos que se pasan por la cabeza y se sujetan por detrás de la cintura con dos tiras anudadas. Se lo colocó descuidadamente sobre el guardapolvo impecable y se sentó a esperar al primer paciente. Yo aguardaba ansiosamente los acontecimientos que me permitirían comprender el atuendo particular de mi anfitrión.

Tomó al primer niño y lo apoyó con delicadeza sobre el regazo, en el que, al mejor estilo de hamaca paraguaya, había formado una especie de tendido entre sus piernas y la parte inferior del delantal. Allí, en ese hueco de tela, hizo el prolijo examen físico del niño. Lejeune no usaba camilla. En medio de tanto desarrollo innovador, sencillamente se colocaba un delantal para atender el consultorio y examinar a sus pequeños pacientes.

Por Elba Martínez Picabea de Giorgiutti

Elba Martínez Picabea de Giorgiutti es doctora en Medicina por la Universidad de Buenos Aires y especialista en genética médica y bioética.

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