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Interior de una habitación de lujo.Interior de una habitación de lujo.

“Un multimillonario a la vez”: las clínicas suizas a las que acuden los superricos para rehabilitarse

Para los ultra ricos y los superfamosos, la terapia habitual no es suficiente.

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8 de marzo de 2023

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Si el cielo está despejado, es posible asomarse a las ventanas de Paracelsus Recovery, una clínica de rehabilitación de lujo de Zúrich, y contemplar los Alpes a la distancia, a lo largo del lago. Es el tipo de paisaje, de aguas azules y picos blancos, que promete un rejuvenecimiento inmediato, una pureza cercana a la santidad. La clínica, por su parte, ofrece tratamientos más elaborados a un costo de entre 95 mil y 120 mil francos suizos (entre 85 mil y 107 mil libras esterlinas) a la semana para una estancia típica de seis a ocho semanas.

El mío no fue el clásico ingreso a Paracelsus, que debe su nombre al médico suizo del siglo XVI que creía, en contra de la opinión popular de la época, que los enfermos con alguna condición mental no estaban poseídos por espíritus malignos, sino que merecían un trato humano. 

Mi mochila estaba manchada de café y mi abrigo tenía un hoyo en la espalda del que salían plumas todo el tiempo. El personal de este lugar está acostumbrado a tratar con personas que no cargan su propio equipaje y para las que un millón en cualquier moneda es una cantidad insignificante. 

Los clientes suelen ser miembros de familias reales de Medio Oriente, multimillonarios hechos a sí mismos, actores famosos o estrellas del deporte y los hijos problemáticos de todos estas personas, que heredaron su riqueza y las cargas que conlleva.

Más sorprendente que el lujo material de la oficina de Paracelsus, con sus techos altos y sus hileras de orquídeas blancas, fue la cantidad de atenciones de la que fui objeto en cuanto crucé sus puertas.

No estaba aquí para recibir tratamiento, sino para alojarme en uno de sus departamentos mientras entrevistaba al personal. Aun así, de todas las habitaciones salían enfermeras, médicos, administradores y nutriólogos bien peinados, sonriendo con un gesto de complicidad que suele vislumbrarse en los rostros de clérigos y psicoterapeutas, o de cualquiera que crea tener acceso a una verdad que alivia el dolor.

Detrás de ellos apareció Jan Gerber, el director ejecutivo, alto y rubio como la hierba seca de la pampa, con un pañuelo de seda anudado al cuello y poseedor del tipo de calidez controlada de alguien que construyó un negocio de éxito atendiendo la angustia confidencial de los superricos.

Y tras él, con una floritura de modales, Pawel Mowlik, el socio gerente: un hombre que ganó millones en fondos de alto riesgo a los 20 años, sucumbió a una adicción de varios años a la cocaína y al alcohol, se trató en múltiples centros de rehabilitación y luego, tras tres meses de profundo trabajo psicológico en Paracelsus, descubrió que su propósito en la vida era ayudar a gente como él.

Mowlik, de 39 años, es el tipo de persona que narra su vida tal y como la vive, señal inequívoca de quien ha pasado por terapia durante mucho tiempo. Sabía que yo venía de Londres, y entonces me contó que había vivido en varias partes de la ciudad: Covent Garden, Bayswater, y St Katharine ‘s Dock. Le gustaba moverse, inquieto por naturaleza. «Hoy creo que no hay hogar», me dijo. «El hogar es una sensación».

Para el cliente típico de Paracelsus, el hogar suele ser una de varias casas grandes, posiblemente un palacio. Acuden a Zúrich para someterse a una forma particular de tratamiento, conocido como rehabilitación individual, o «un cliente cada vez», por lo que la ciudad ha adquirido fama mundial entre los más adinerados. Además de Paracelsus, en Zúrich se encuentra la clínica Kusnacht, donde se originó el concepto.

A diferencia de otros centros de rehabilitación muy conocidos -el Meadows de Arizona, el Betty Ford de California, el Priory del Reino Unido-, en las clínicas de Zúrich los clientes nunca ven a otro cliente ni interactúan con él. No hay terapia de grupo ni zonas comunes.

Los clientes se alojan en su propia villa o departamento y disponen de chofer, ama de llaves, cocinero y terapeuta personal, además de sesiones individuales diarias con un equipo de entre 15 y 20 psiquiatras, médicos, enfermeras, profesores de yoga, masajistas, nutricionistas, hipnoterapeutas y terapeutas traumatológicos que se informan mutuamente sobre el estado y los progresos del cliente después de cada cita.

Aunque puede haber tres o cuatro clientes alojados en distintas residencias de la clínica al mismo tiempo, sus horarios se organizan para mantener la impresión de que son el centro de atención de todos. Aparte del personal, nadie sabrá que están allí.

Así, me dijo Gerber, es como tiene que ser. No es que el dolor de los superricos sea más complicado que el de los demás. Ciertamente, tienen experiencias únicas, como explica el campo emergente de la psicología de la riqueza y que son problemas como la «riqueza repentina» o la carga de una vasta herencia. Pero la ansiedad, la depresión, la adicción y los trastornos alimentarios no son exclusivos de este grupo demográfico.

Todo el mundo consume drogas y alcohol; sólo que entre los ricos «las drogas son más caras», afirma la Dra. Anna Erat, directora médica de Paracelsus. (Hábitos de coca que cuestan miles de dólares a la semana, en lugar de una dependencia al vodka barato).

Aun así, Gerber insiste en que la rehabilitación normal no funcionaría. Los clientes suelen ser famosos en todo el mundo y desean total discreción. Pero más allá del deseo de privacidad, la riqueza extrema tiene un extraño efecto separador muy peculiar. «Si pones a un multimillonario en un grupo, incluso con personas de clase media acomodada, no podrán relacionarse entre sí», me dijo Gerber. Estas personas no son como el resto de nosotros; sus fortunas transformaron sus vidas y sus mentes.

En Zúrich, hasta la luz del sol parece cara. Las montañas y el lago le confieren un brillo dorado que resplandece en las joyas de los escaparates de las tiendas de diseño de la Bahnhofstrasse y en las inmaculadas velas blancas de los barcos que surcan el lago. El costo de la vida es el más alto de Suiza y el sexto del mundo.

Una «costa dorada» se extiende más allá de la ciudad por la orilla del lago. Al final de las pequeñas calles que llevan a la orilla del lago, se encuentran las playas en donde las niñeras llevan a los niños pequeños a jugar y los hombres en diminutos bañadores nadan antes de volver probablemente a casa para vigilar sus inversiones.

Caminando por una de las calles principales, pasé por delante de Algonquin, un castillo privado en el que Tina Turner se refugió en 2009. Al parecer, cuando va al supermercado local, nadie voltea a verla. Zúrich es un buen lugar para que los ricos y famosos se escondan en paz, debido, como dijo un habitante, a la «singular falta de emociones de los suizos».

A corta distancia de la casa de Turner, en el barrio lacustre de Kusnacht, se encuentra la casa de Carl Jung, una gran villa de color crema donde el psicoanalista vivió la mayor parte de su vida. A finales de los años veinte, Jung trató durante varios meses a un empresario estadounidense alcohólico, Rowland Hazard III.

Después de que Hazard volviera a beber, Jung le dijo que sólo podría recuperarse con algún tipo de despertar espiritual. Hazard se relacionó con una hermandad cristiana evangélica llamada Grupo Oxford, dejó de beber y se convirtió en mentor de un viejo amigo para tratar su alcoholismo. Este viejo amigo, a su vez, fue mentor de Bill Wilson, quien en 1935 fundó Alcohólicos Anónimos, una organización con influencias espirituales.

Zúrich cuenta con una larga historia de curaciones. Es cuna del mayor programa gratuito del mundo de ayuda para adicciones entre iguales y, en el otro extremo de la escala, es cuna del programa más exclusivo.

En 2009, una enfermera y su entonces marido, consejero en adicciones, pusieron en marcha la primera clínica de “atención exclusiva a un cliente». La pareja, Christine Merzeder y Lowell Monkhouse, decidió dedicarse a ayudar a un amigo alcohólico.

En lugar de recomendarle una clínica de rehabilitación establecida, le buscaron un departamento, lo atendieron en el consultorio que montaron en una habitación de su casa y solicitaron los servicios de un profesor de yoga.

Para Merzeder, el tratamiento diario enfocado en un solo cliente era más satisfactorio y eficaz que el enfoque habitual de un centro público, pero exigía mucho trabajo.

Jan Gerber, hijo de Merzeder, vio una oportunidad. Cuando se graduó de la London School of Economics (LSE), Gerber trabajó como asesor financiero para bancos de inversión y creó varias empresas, entre ellas una clínica de cirugía estética para hombres en Zúrich. Conocía los hábitos de los muy ricos y sus problemas. Sabía que habría mucha gente dispuesta a pagar.

Juntos fundaron la clínica Kusnacht en 2011. Al principio, el éxito se dio por recomendaciones boca a boca.

Según Moustafa Hammoud, que trabajaba en el Kusnacht como intermediario con clientes de Medio Oriente, un cliente saudí envió al menos a tres de sus hijos, todos ellos con problemas de adicción o depresión. Hammoud calcula que alrededor del 70 por ciento del negocio inicial del Kusnacht procedía de Arabia Saudita, Estados Unidos, Kuwait y Egipto. Al ser famosos en su país, muchos clientes buscaban ayuda en el extranjero para evitar la «vergüenza» de que se descubrieran sus problemas. Muchos acudieron en repetidas ocasiones.

«Se recuperaban, luego recaían y volvían a venir». La clínica creció rápidamente, contrataron más personal y alquilaron más villas para los clientes.

En 2013, Gerber se marchó y fundó Paracelsus. Monkhouse, por su parte, vendió la Kusnacht a una empresa de capital riesgo. Ahora lo dirige un empresario brasileño y ofrece diversos tratamientos médicos, incluida la «restauración biomolecular», así como servicios de rehabilitación. Paracelsus sigue siendo más pequeño, «más boutique y personal», según Gerber.

Desde el principio, me dijo Merzeder, los clientes planteaban retos que no se había topado durante su carrera en el sistema sanitario público de Suiza. A menudo llegaban con varias recetas, resultado de tratamientos excesivos por parte de médicos privados rivales que no habían leído las indicaciones de los demás. Recordó a una paciente joven, «una princesa», que había sido paciente del mejor profesor estadounidense de psiquiatría pediátrica, y llegó «retacada de pastillas».

Merzeder creía que un enfoque que organizara todos los aspectos de la atención física y psicológica sería transformador. «Nunca me interesó el desarrollo empresarial ni el balance final», añadió. «Sólo me interesaban los resultados clínicos». Gerber, sentado a su lado, sonrió: «¡Por eso somos un buen equipo!»

Gerber conoce su mercado, y sabe que está creciendo. De 2019 a 2021, el número global de personas ultrarricas, aquellas con un valor superior a 50 millones de dólares, creció de 174,800 a 264,000. Según Gerber, las personas en esa franja de riqueza, a pesar de estar respaldadas financieramente frente a innumerables dificultades, tienen entre tres y cinco veces más probabilidades de sufrir una enfermedad mental o un problema de abuso de sustancias que la media. Dado que Paracelsus sólo acepta entre 30 y 40 clientes al año, el grupo resulta lo suficientemente grande como para mantener ocupada a la clínica.

El tratamiento ultraexclusivo de la salud mental es una de las muchas nuevas microindustrias que han surgido para dar servicio a los superricos. El Spears 500, un índice anual de servicios de asesoramiento, recomienda ahora expertos en todo tipo de temas, desde la adquisición de viñedos hasta la gestión de la reputación de las criptomonedas.

La Dra. Ronit Lami, «psicóloga especializada en grandes patrimonios» con sede en Los Ángeles y Londres, me contó que cuando empezó a trabajar en el año 2000, nadie sabía mucho sobre este campo. Ahora sus clientes quieren profesionales especializados que entiendan las complejidades específicas de la planificación de la sucesión y la transferencia generacional de la riqueza. Su deseo es como muchos de sus otros deseos, un servicio a medida y exclusivo, un jet privado en vez de una línea aérea comercial.

Exempleados de Kusnacht esparcieron la idea de la rehabilitación individual por todo el mundo, y crearon clínicas similares en Mallorca (The Balance), Irlanda (Rosglas) y otra en Zúrich (Calda). El primer centro de lujo para un solo cliente en Londres, Addcounsel, lo abrió un empresario llamado Paul Flynn, que vendió su empresa de recursos humanos y puso en marcha la clínica en 2016, después de que un amigo que trabajaba en el Kusnacht le sugiriera la idea. Flynn me dijo que el negocio creció un 300 por ciento el año pasado, y espera un crecimiento similar en 2023. La miseria de los superricos es un mercado como cualquier otro, y existe un vacío. En los próximos años, dijo, «creo que se verá mucha actividad de fusiones y adquisiciones en este espacio».

Uno tiene que esforzarse mucho para no dejarse seducir por el lujo. Gerber me enseñó el departamento donde me alojaría en Paracelsus, una sucesión de habitaciones en el ático frente al lago en las que todo parecía relucir: mesas de cristal, candelabros de plata, superficies de mármol.

En el dormitorio, las sábanas tenían una blancura luminosa y crujiente, imposible de conseguir cuando uno lava su propia ropa. En la mesa de centro había una bandeja con canelones miniatura de berenjena y ricotta recién hechos, por si acaso.

La idea es que se vea una opulencia sin esfuerzo, y el trabajo que la hace posible pasa desapercibido. El ama de llaves, Izabela Borowska-Violante, y el chef, Moritz von Hohenzollern, suelen comenzar su trabajo antes de que se despierte el cliente. Mientras deambulaba por las perfectas habitaciones, intentando no tocar nada, deseando que mi mochila no estuviera tan sucia, ambos salieron de las habitaciones del personal como si hubieran estado esperando allí en reposo.

Gerber me dijo que el personal podía comportarse como el cliente quisiera, sociable o invisible. En cualquier caso, debían ser los «espíritus tranquilos y buenos de la casa», casi como una familia, aunque no como las familias que conozco. “Yo trato de estar callado siempre», confirma Von Hohenzollern, a menos que el cliente quiera compañía. A pesar de la política de reticencia, no siempre logra contener su entusiasmo. «¡Nuestra sección gastronómica te da la bienvenida!», vociferó cuando llegué.

Al principio, me metí en problemas, porque no entendía muy bien qué condiciones tenía que cumplir. Daba las gracias a todo el mundo, hasta el punto de irritarme. Con torpeza, intenté hacer cosas por mí misma, como servir el agua, pero Von Hohenzollern me recordó que ese era su trabajo. El primer día me preguntó si me gustaban las setas. ¡Ah, sí! Mentí por educación.

Más tarde, preparó setas para cenar y me las comí todas. Al día siguiente, durante una sesión de muestras con la nutricionista, me preguntó si había algo que no me gustara comer en especial. Setas, dije. Antes incluso de que regresara al departamento, la nueva información había circulado entre el equipo. Von Hohenzollern estaba muy mortificado. ¿Por qué no se lo habían dicho antes? ¿Cómo iba a hacer bien su trabajo si no me proporcionaba en todo momento exactamente lo que yo quería?

El cliente típico estaría acostumbrado a este tipo de servicio, por supuesto. En todo caso, el departamento Paracelsus, con su cocina y comedor y una amplia zona privada para el cliente, era probablemente reducido, en comparación con su propia casa.

La clínica quería crear un entorno seguro, como un capullo, ideal para la recuperación, explica Gerber. En cambio, la clínica Kusnacht, a 10 minutos en coche, aloja a sus clientes en amplios chalets. Mientras me mostraban una de ellas, con sus tres plantas de baños de mármol, una piscina exterior y una amplia terraza en la azotea, me fijé en el retrato de un hombre que miraba fijamente. El conserje me dijo que podrían quitarlo si al cliente le molestaba que lo miraran, aunque fuera un cuadro.

La última participante del departamento Paracelsus, que no estuvo presente durante mi estancia, fue la terapeuta de planta: «Una relación sagrada», dice Danuta Siemek, que lleva un año en este puesto. Una vez asignada a un cliente, está con él durante toda su estancia. Come con ellos, habla con ellos cuando les apetece, les atiende si sufren un ataque de pánico a las 4 de la mañana.

Es un trabajo intenso e íntimo, una dinámica que sorprendió a otros psicoterapeutas con los que hablé, acostumbrados al formato más convencional de sesiones semanales de 50 minutos estrictamente delimitadas.

Para evitar cualquier confusión, los clientes reciben terapeutas de otra edad y de un sexo no compatible con sus preferencias. «La vida tal y como la conocemos se detiene», dice Siemek sobre el trabajo. Le pregunté cómo se mantenía cuerda. «Caminando», respondió.

Tiene un efecto particular ser el centro de atención de múltiples profesionales. Mencioné que me gustaban las nueces. Llegaron los frutos secos, suavemente condimentados. Si rozaba una toalla, casi inmediatamente la volvían a doblar para que pareciera intacta. Durante la evaluación de la nutricionista, empecé a preguntarme si mis hábitos alimentarios eran realmente fascinantes. Un suave desliz hacia el narcisismo parecía inevitable.

Pero esto es por lo que paga el cliente: la dedicación singular de todo un equipo. Al principio de la estancia de un cliente, la prioridad es la estabilización física. El personal médico realiza análisis de sangre, controla la presión arterial y la frecuencia cardiaca, y luego elabora un informe de referencia en el que se muestran todas las posibles deficiencias.

«Muchos de nuestros clientes se fijan mucho en los datos», dice Erat, el director médico. A veces, se obsesionan un poco con los informes, con su yo reproducido en forma de hoja de cálculo, como si sus problemas pudieran resolverse corrigiendo un solo dato perdido». Pero, en palabras de Erat, para lograr la recuperación «sólo se trata de un método entre muchos».

La recuperación psicológica, ya seas extremadamente rico o no, es un trabajo duro. El psiquiatra en jefe de Paracelsus, Thilo Beck, es uno de los más destacados de Zúrich.

Beck, un hombre de voz suave, cabeza rapada, enormes zapatillas blancas y un aire frío e impasible, reparte su tiempo entre Paracelsus y Arud, una de las principales clínicas de adicciones sin fines de lucro de Suiza. En Arud, trata a personas situadas en el otro extremo del espectro socioeconómico, adictos que viven en la pobreza o al borde de la indigencia.

Ambos grupos, señala Beck, están «estigmatizados y marginados en cierto modo, y se les considera no del todo normales». A menudo encuentra en ambos un abandono emocional. Por un lado, el paciente puede haber sido criado por un padre que con varios trabajos para poder llegar a fin de mes. Por el otro, el cliente puede haber sido «criado por niñeras». A menudo se tiene la sensación, explica, de que nadie se había preocupado de verdad.

Beck se formó en el mismo hospital psiquiátrico de Zúrich donde trabajó Jung. Al principio de su carrera, en los años 90, el tratamiento de las adicciones se centraba en la abstinencia, que sigue siendo el método central del programa de 12 pasos de AA. Eso no le interesa. «Es paternalista», me dijo. «Viene de: ‘Nosotros sabemos más y tenemos que presionar a estos tipos para que entiendan lo que es bueno para ellos»‘.

Beck prefiere un enfoque más pragmático, acordando con sus clientes una «hipótesis de trabajo» sobre cuál es el problema y cómo podrían tratarlo. A continuación despliega una serie de terapias, entre ellas lo que describe como tratamientos de «tercera ola», como la terapia de aceptación y compromiso, cuyo objetivo no es combatir los síntomas, sino «acogerlos como invitados en su vida».

Según él, este enfoque suele ayudar a los pacientes a convertir lo que antes consideraban un problema en una oportunidad para cambiar el curso de su vida. Los pacientes suelen responder con rapidez, añade, debido a la intensidad del proceso. En una clínica ambulatoria, puede ver a un paciente una vez a la semana. En Paracelsus, ve a un cliente cada día durante 90 minutos y puede adaptar sus métodos rápidamente. «En uno o dos meses vemos cambios que en otro entorno llevarían un año».

Los clientes se dividen a grandes rasgos en dos grupos: los que nacieron en la riqueza y los que la adquirieron de adultos. Los primeros suelen sentirse sin dirección, oprimidos por el éxito de sus padres y avergonzados por la facilidad de sus vidas.

«Los que se han hecho a sí mismos son totalmente diferentes», dice Beck. «No son más fáciles». Su ética laboral era a menudo autodestructiva y los llevó a descuidar a la familia, los amigos y su propia salud.

Pero también había similitudes entre los dos grupos. Ambos parecían sentir que les faltaba algo, un «problema de valores» más profundo, en palabras de Beck, que se reducía a una pregunta: «¿Qué se supone que debo hacer en este mundo?». Había una ausencia de propósito, algo que faltaba o se había perdido; un vacío enorme que yacía bajo el dinero.

En mi segunda noche en Zúrich, Pawel Mowlik me habló del momento en que sintió el vacío. En el verano de 2014, se despertó en la suite presidencial de un hotel de Mónaco rodeado de cuerpos desnudos de personas que no conocía. Se dio cuenta de que su vida no tenía sentido.

Estábamos en uno de sus restaurantes favoritos de Zúrich, uno de los cientos a los que acudió en el transcurso de un año en el que gastó alrededor de un millón de libras esterlinas en buena comida. Nacido en un pequeño pueblo de Polonia, Mowlik tuvo una madre disciplinaria y un padre infeliz.

Tras el divorcio de sus padres, empezó a experimentar con anfetaminas. Según recuerda, una vez estuvo despierto durante tres días, hablando con cualquier vecino que quisiera escucharle. Dejó la escuela a los 15 años, trabajó como botones en el Hotel Atlantic Kempinksi de Hamburgo, donde su encanto lo llevó a aparecer en una revista local.

Mientras estudiaba en una escuela de hostelería de Zúrich, conoció a un gestor de fondos de alto riesgo que le ofreció un puesto de relaciones con inversionistas en la oficina suiza del fondo. A los 24 años, ya había ganado millones, se había mudado de Nueva York a Londres («mi apogeo») y se divertía tanto como quien viene de la nada y lo adquiere todo.

Vestía trajes de Louis Vuitton y camisas de Tom Ford y se convirtió, como él decía, en «ese tipo de persona a lo James Bond». La cocaína, a estas alturas, ya no la consideraba una droga, sino una necesidad funcional para seguir adelante.

Cuando Mowlik se dio cuenta de que estaba al borde de la autodestrucción, fue a rehabilitación, primero en Florida y luego varias veces más hasta que aterrizó en Paracelsus. Una vez recuperado, se unió al equipo de Gerber.

La pasión de Mowlik era entablar amistad con los clientes, a menudo viajaba con ellos a Provenza, Mónaco, Milán. Él contaba su historia y ellos compartían la suya. «A veces es divertido, a veces es triste», decía, «porque viví muchas cosas tristes».

Había sufrido más de una sobredosis. Sentía que todas sus amistades habían sido compradas. «Toda mi vida me he sentido algo solo, aunque conozco a mucha gente», me dijo Mowlik. «Hay una diferencia entre solo y soledad. Sentía la soledad pero no estaba solo. Y todavía lo siento». Parecía bastante tranquilo ante este hecho, como si fuera simplemente el precio de una vida como la suya. «Ya no entristece igual, comparado con la época en que necesitaba drogas y alcohol para compensarlo. Simplemente lo acepto».

La soledad es un tema recurrente. Gerber esbozó el perfil típico de un hijo de multimillonarios, criado por una niñera cara, enviado a un internado de élite, luego del cual se espera se una a la empresa familiar o al menos se ajuste a un cierto tipo de vida. A menudo, no se les permite casarse con quien quieren, porque sus padres «se aseguran de que no traigas a nadie a casa, por razones de seguridad».

Me llamó la atención que las condiciones de la clínica parecían reproducir la soledad que había definido las vidas de muchos clientes: aislados de la comunidad, costosamente aislados y aquejados por un sentimiento de especialización injustificado.

Gerber me decía a menudo que era importante para la recuperación del cliente que el entorno le resultara familiar y estuviera a un nivel al que estuviera acostumbrado.

Pero como me dijo un antiguo terapeuta interno de una de las clínicas suizas: «Es una bendición y una maldición. Esencialmente, estamos alimentando esa dinámica de que eres la persona más importante de la habitación».

Las señales de alarma empezaron a aparecer. Al segundo día en el departamento, ya había reducido radicalmente mi incesante gratitud y me había acostumbrado tanto a que me escoltaran por el lugar que la única vez que tuve que buscar mi propio camino, me quedé fuera y tuve que llamar a una enfermera para que me dejara entrar, indefensa como una niña.

El entorno parecía alimentar esa irresponsabilidad personal. A menudo, me dijo Hammoud, los clientes no están acostumbrados a despertarse temprano. «A veces no te dejan despertarles», me dijo. «Te miran de arriba abajo y te dicen: ¿quién eres tú para despertarme?».

Von Hohenzollern cuenta que uno de ellos se portó verbalmente mal con todo el mundo. Tiró su plato de comida al suelo. «Atendemos todas sus necesidades y deseos», explica la exterapeuta de planta. «No tienen la experiencia de aterrizar en la realidad».

Algunos no han oído un no en su vida, dice Gerber. Pero siguen siendo personas que sufren mucho, enfatizó, posiblemente cuando notó las oleadas de juicio que pasaban por mi cara.

Danuta Siemek, la terapeuta residente, me dijo que el inicio de su delicada relación con un cliente era tratarlo con «consideración positiva incondicional». Los acepta sin reservas. Eso no quiere decir que nunca se desafíe a un cliente, pero «cuando los desafiamos demasiado», explicó Gerber, «podemos crear una situación en la que todos pierden. Hacen las maletas y se largan».

No es raro que el piloto del avión privado de un cliente se instale en un hotel cercano de Zúrich para que pueda marcharse cuando quiera. Naturalmente, es mejor para el balance que el cliente se quede.

No es que la rehabilitación termine cuando se van. Tras su estancia en Suiza, el cliente vuela a casa, a menudo acompañado por su terapeuta, con un costo de 2 mil libras al día.

El programa de postratamiento, según Paul Flynn en Londres, es la clave del modelo financiero, ya que es una fuente de ingresos recurrentes, en lugar de la tarifa única de la rehabilitación.

Hace poco, me contó Gerber, un cliente se había llevado a un terapeuta a Nueva York, lo había alojado en un hotel durante una semana y no lo había visto ni una sola vez: sólo le gustaba saber que estaba allí. «Tenemos una terapeuta de unos 70 años», añadió, «que prácticamente se ha mudado a Arabia Saudita». Una situación, al parecer, en cierto modo contraria al énfasis que suele poner la psicoterapia en crear una relación no dependiente en la que el cliente aprenda a ser autosuficiente.

En la mayoría de los casos, sin embargo, el terapeuta acaba marchándose. La clínica se mantiene en contacto, pero al final, como un niño que se convierte en adulto, el cliente debe aprender a arreglárselas solo, con sus propios chóferes, cocineros, amas de llaves, terapeutas y psiquiatras.

Más de una vez, mientras visitaba los centros de rehabilitación de lujo de Zúrich, oí decir que el momento transformador de la experiencia de un cliente, su despertar espiritual, era un viaje a la tienda de comestibles.

En una anécdota, una paciente, miembro de una familia real de Oriente Medio, fue filmada por sus hijos haciendo cola en la caja, eufórica por la experiencia de poner cosas en su canasta y después pagarlas. Nunca había hecho nada parecido. En otra, un joven cliente que estaba en el pasillo de los yogures se sintió completamente abrumado por la variedad de yogures, porque nunca antes había tenido que estar en un pasillo de yogures y elegir.

Me pregunté si un cliente realmente necesita un equipo entero de clínicos para tener una epifanía en el supermercado. Y, sin embargo, de la misma forma que la riqueza extrema parece convertir a las personas en una problemática combinación de solitarios autoaislados y niños mimados, quizá sí lo necesitaban. (En palabras del exterapeuta: “En White Lotus se retratan con precisión muchos de los problemas que veo»).

Thilo Beck describió los «pequeños pasos» que daba a menudo con los clientes, animándoles «a encontrar nuevos amigos o un grupo de amigos u otras aficiones».

Sin embargo, es mucho dinero para que te digan que te apuntes a clases de dibujo. Los clínicos, sobre todo los que trabajan con clientes con ingresos mucho más bajos, no son inmunes a la disparidad en la atención. «Me encantaría», dijo Beck, «poder ofrecer esto a todo el mundo». (Aunque una medida así podría mermar la pretensión de exclusividad de la clínica).

«Como economista de formación, sé que esa no es una opción», dijo Gerber, quien argumentó en cambio que su trabajo tenía un efecto de goteo. Si se ayuda al directivo de una gran empresa o al veinteañero con millones en el banco, su yo transformado puede optar por ayudar a sus empleados, a su sociedad, al mundo.

Como ocurre con mucha de la retórica del goteo, parecía expresar más una esperanza que una realidad. Si la riqueza es en parte la propia enfermedad, no pude evitar pensar que una fiscalización agresiva podría ofrecer otro tipo de cura.

Para Mowlik, que dejó Paracelsus poco después de mi visita, su experiencia de codirigir un centro de rehabilitación se redujo a unas cuantas simples verdades. «Creo sinceramente que hasta la persona más rica del mundo busca conectar con la gente», me dijo.

En cuanto al éxito del tratamiento, dependía enteramente de la propia determinación del cliente. «Tienes que estar dispuesto a cambiar. Ningún Bentley o villa marcará la diferencia». Había llegado a pensar que la abundancia de lujo – «toda esta mierda, perdón por mi francés»- era simplemente una distracción.

Estas clínicas eran burbujas, insostenibles y frágiles, «por eso muchos no encuentran las respuestas y acaban de nuevo en sus antiguos estilos de vida tóxicos». Su siguiente paso, había decidido, era crear una fundación de salud mental sin fines de lucro.

Reflexionando sobre el pasado, Mowlik sentía que el periodo más auténtico de su vida había sido trabajar como botones en Hamburgo. Propósito, servicio, conexión humana: todas las lecciones de la vida estaban allí.

Tarde, la segunda noche, me encontré vagando sola por el departamento, a la deriva. Después de dos días con todas las necesidades cubiertas y todos los aspectos prácticos resueltos, no tenía ni idea de qué hacer.

Era un lujo en la práctica, lo sabía, no tener que cocinar o limpiar o gestionar las mundanidades de la logística, pero también tenía un efecto de vacío. En lo único que tenía que pensar era en mí misma, un estado terrible.

A la mañana siguiente, me despedí de Von Hohenzollern, que me regaló unos chocolates hechos a mano para que me llevara a casa. Quería indicarme dónde comprar el almuerzo, cómo llegar al aeropuerto, el mejor sitio de Zúrich para comer pan. No te preocupes, le dije, yo me las arreglo.

Estaba desesperada por averiguarlo. Tomé mi abrigo horroroso y salí corriendo del edificio como si estuviera escapando de un incendio.

Por Sophie Elmhirst para The Guardian | Traducción: Graciela González

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