En ocasión del Día Mundial contra la ELA, que se conmemora cada 21 de junio, recordamos una entrevista que Adriana Stagnaro, activista en pro de la eutanasia ofreció para Página 12 hace unas semanas.
En ella, Stagnaro, de 70 años “bien vividos” y desde la silla de ruedas eléctrica en la que se desplaza por su departamento porteño de Palermo comparte su realidad a partir de que desarrolló la ELA.
“Al perder mi independencia motriz, perdí toda intimidad: dependo de dos personas para ir al baño cada tres horas y tengo siete cuidadoras”
EXPLICA CON UNA DICCIÓN PERFECTA, SOLO QUE MUY PAUSADA. LAS PALABRAS LE SALEN LENTAS, PERO SU CEREBRO ES VELOZ, EL DE SIEMPRE: “ESTO ME DA MÁS TIEMPO PARA ELEGIRLAS”.
Por eso nunca titubea. Abogada y escribana, suele hablar sin tabúes, tanto de la muerte en general, como de la suya en particular.
“Las chicas me tienen que levantar cada mañana y las llamo diciendo ‘la momia se despierta’”, dice frente a Beti y Teresa, sus cuidadoras.
“Desde que en 2018 comencé con calambres muy dolorosos, la sensación es que mi cuerpo está en un proceso de momificación constante, de abajo hacia arriba. Me despierto toda rígida; la espasticidad que siento en las extremidades también está en los órganos internos; cuando me muevo en la mañana, todo me hace crack: las piernas, los huesos y los tendones, crujen. Entonces viene la cuidadora y me afloja, me masajea”.
Stagnaro sabe que ese proceso degenerativo no se puede detener: ataca las neuronas motoras que transmiten órdenes a los músculos (las cognitivas permanecen perfectas). El paciente va perdiendo movilidad y a la larga, se dificulta la respiración.
No quiero llegar a no poder hablar o deglutir, o morirme atragantada comiendo, ni ser alimentada por un botón gástrico o que me hagan una traqueotomía, ni asfixiarme estando consciente; ya lo dejé por escrito en las directivas. Quiero evitar el nivel de degradación al que estoy condenada.
Algo tan razonable, está prohibido. “El suicidio no es la solución porque a veces sale mal y uno puede quedar peor. Y existe la ley de “muerte digna” por sedación que permite retirar un tratamiento para dejar morir, pero a mí no me sirve: solo se aplica en extremis mortis y los médicos paliativos dicen que no estoy así. La solución es una ley de eutanasia como en Colombia, Países Bajos, Suiza o España”.
Por ello, con las fuerzas que aún tiene, vislumbra un proyecto: conseguir algo para ella que le quede a otros.
Así, asume una militancia, otra más: en los ’70 militó en un partido de izquierda. No logró cambiar la sociedad y hoy aspira, al menos, a suprimir las agonías muy sufridas, cortando la vida en el momento justo. Y quiere que le alcance la vida para generar ese cambio social.
“La eutanasia se puede encuadrar jurídica y políticamente como una ampliación de derechos de las minorías. Y la posibilidad de morir con dignidad debería ser un derecho como el aborto”.
En Argentina, dice, hay cinco proyectos cajoneados en el Congreso Nacional.
–¿Tu investigación es una forma o estrategia para resistir?
Aaaahhh. Diste con el punto más dramático de mi vida. Vivo en un tironeo constante entre Eros y Tánatos. Cuando me siento mal, el segundo me dice “tenés que seguir tu convicción” y entonces digo: “Esto no tiene sentido, ¿qué estoy esperando? ¿Mi mayor decrepitud?”. Soy muy temerosa para el sufrimiento físico, nunca había estado enferma.
–¿Cómo es vivir con ELA?
Es horroroso; muy inhabilitante en todo sentido, una falta de autonomía total, ¡pero total! Y sufrís la invasión de tu intimidad, mi casa ya no es mi casa.
–Tenés lucidez perfecta. ¿Te das placeres intelectuales?
Ese es el único placer. No. Son dos: la comida de las cuidadoras, nunca había comido tan exquisito. Y la lectura; leo muchas horas por día. Estoy leyendo el libro de Carlos “Pecas” Soriano, Morir con dignidad en Argentina.
–Para el cristianismo, Dios da la vida y es el único que la quita. En el pasado, el suicida no podía ser enterrado en el camposanto. El “no matarás” se vuelve dogma.
Sí. Mucha gente le mantiene el dolor a otros por razones religiosas. Pero el verdadero daño es impedirle morir a alguien que lo necesita. La vida es un derecho, no una obligación. Muchos médicos y familiares creen que deben mantenerla a toda costa y actúan sin importarles lo que más importa: el paciente.
–¿Qué síntomas te llevaron al diagnóstico de ELA? ¿Cómo fue el proceso?
Esta enfermedad es de difícil diagnóstico; yo iba a los médicos de mi empresa de medicina prepaga y a los del Hospital de Clínicas buscando orientación sobre lo que estaba pasando en mi cuerpo, algo que —te soy sincera— yo sabía. Porque leía The New England Journal of Neurology; esos son hábitos académicos ¿Viste? A los médicos les revienta eso, pero leía síntomas y eran los de ELA; yo iba haciendo exactamente esa evolución. A cada médico yo le daba mi diagnóstico y ellos no. Pero al salir de las entrevistas, a mi marido le decían: “Saquen las alfombras, modifiquen el baño”.
Ellos tenían muy en claro lo que se venía; eso es paternalismo y autoridad médica hegemónica pura; es el “yo sé, pero no te lo digo aun, te quiero cuidar”. Estuve dos años visitando médicos, hasta que en 2020 una doctora joven —Patricia Santoro, jefa de neurología del Instituto Lanari de la UBA— luego de dos entrevistas profundas, me dijo el diagnóstico, algo que a mí no me asombró.
Esto me ayudó a interponer un amparo contra mi prepaga, para que se hiciera cargo del costo de la gestión de mi salud; que es mucho, muchísimo. Yo tengo la teoría conspirativa de que los médicos no podían dar el diagnóstico, impelidos por alguna política mercantilista. Una médica del Servicio de Peritos del Poder Judicial también me lo dio, mientras mi prepaga aun lo negaba. ¡El diagnóstico lo terminó aceptando un juez!
Por Redacción Yo También
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